miércoles, 29 de julio de 2015

NAUFRAGO EN TIERRA FIRME

Naufrago en tierra firme.

Ese año, el país era un apogeo de violencia, de creencias y de políticas encontradas, de hermanos peleados, de etnias que luchaban por el equívoco derecho de ser única, o por lo menos, ser quien manda.
El poder, el deseo y las ansias del poder absoluto, para beneficio propio, o por odio, por revancha, por un rencor viejo y sin razón, que alimentaban viejas rencillas entre el oriente y el occidente, entre policías y militares, entre collas y cambas, entre doctos, estudiantes y obreros; contra políticos, entre hermanos que habían logrado contener más de una vez, toda esa avalancha de diferencias, pero aquella noche, la violencia se transformó en muerte y la muerte en venganza, la irrupción de la tragedia, en las calles ya no tenía retroceso, ya era más que un alud, era un hervidero caldoso del cual no se podía escapar, todos se sintieron en la obligación de actuar, y si alguien intentaba huir y saltar de esa olla hirviendo, simplemente caería en el fuego.
Tantas veces se había oído amenazar con una guerra civil, que pasó a ser una simple frase corta de dos palabras, que no era más que eso. Cuan equivocados estuvieron todos los que arengaban, desde el gobierno, desde los barrios pobres, desde los poderosos señores que manejaban los hilos y los actos, de la obra.
Ya no había reversa, la guerra civil había estallado y consumía al país, y a toda alma que se encontrase en su camino.
Así es la guerra, donde ella se detenga, se detendrá la vida, solo ella se detiene, nada la detiene a ella.


Lo peor que tiene las desgracias, es que no tiene por costumbre anunciarse, no hay perros que aúllen señalando premonitoriamente nuestra muerte, alguna ambulancia ululando quizás, o la agobiante sirena de una patrulla policial, pero no más que eso. Uno nunca sabe, al comenzar una jornada si será monótona y rutinaria, o traerá a cuestas una catástrofe.
La desgracia es como otro mundo paralelo, como una cuarta dimensión desconocida, que se adhiere a nuestras vidas, y se metamorfosean con el diario existir, pegadas como la sombra que nos persigue.
Olvidamos que somos frágiles, simples mortales, hasta que la desgracia se encarga de ponernos en rieles, y nos hace el recordatorio sin escatimar dolores.
 Carlos García Rivero, Don Carlos como algunos lo conocían, lo sabía bien. Su amada Margarita López Castán, tenía ochenta y cuatro años de vida, cuando tuvo que dejarlo abandonado a la soledad mundana, después de tantos años compartidos, un paro cardiorespiratorio, decía el parte médico, en realidad tenía tantas dolencias como pudieran existir.
 No tuvieron nunca la precaución, o más bien el valor, de dejar una descendencia, alguien con quien compartir el futuro, o en este caso, el presente. Don Carlos cayó en una profunda depresión, que lo llevó descuidarse de sí mismo, de la poca vida social que había tenido, por eso casi no poseía amistades, más que los pocos conocidos que tenía, la cajera o el reponedor del mini mercado, o el amable anciano que atendía la farmacia, tal vez la cholita del mercado, o la señora gorda del almacén de abarrotes, todas personas con quienes cruzaba apenas el saludo, y un máximo de tres escasas frases. Sus paseos se limitaban estrictamente a esas zonas, a lo sumo un breve descanso en la plaza central, en un intento atropellado de aspirar algo de aire puro, de sentirse aún vivo, cuando el sol le entibiaba la piel.
Buena falta le hacía, unos rayos solares en estos apáticos días helados.
-Un resfrío mal curado- le dijeron.
-Una gripe fuerte de esas que te tumban en la cama.
 Carlos tardó demasiado en recurrir al médico, la tuberculosis, estaba en estado muy avanzado, y se complicaba por una severa pulmonía, lo único que ayudaba al viejo cuerpo desvencijado era que hacía mucho reposo, no por prescripción médica, si no por abandono. Carlos sabia que sus ochenta y seis años, no habían pasado en vano, su antiguo trabajo y la edad, le pasaban ahora la impagable factura.
Él sabía muy bien, que el infortunio ya la desdicha, siempre se aproximan con silenciosos dañinos pasos de lana, insidiosos, como esa enfermedad que le trepaba por la espina dorsal y se le alojaba con tanta fuerzas en el pecho, que los medicamentos recetados, ya casi no surtían los efectos que aplacaban los síntomas en un principio, así es que empezó a tolerar el dolor y a soportar la angustia, a punta de analgésicos, cada vez más fuertes, que no lo curaban, pero menguaban los síntomas. Su dolencia era ahora más resistente que su organismo, y pasaba los días sin saber, que su tuberculosis activa, se había transformado ya en drogo resistente.
Aquel día se despertó antes que sonara la alarma del reloj, y advirtió una somnolienta angustia interna, como un mal presentimiento, aun en la duermevela, antes de salir del todo del limbo de los sueños, pero pensó que era producto de su rosario de malestares, y no le dio mayor importancia, acaso, en el intento  de auto infundirse confianza, porque hoy por hoy se requiere tener confianza en el mundo en general, y también en uno mismo, para suponer que la realidad cotidiana sigue ahí, al otro lado de esas paredes humedecidas por el frío.
Permaneció acostado un rato más, despierto, pero con los ojos cerrados, hace tiempo que regresar a la vida diaria, le resultaba un viaje un tanto complicado.
El pitido del viejo despertador digital de números rojos, que inútilmente intentaba despertarlo cada mañana, coincidió casi a la perfección con el acto de abrir un solo ojo, ya era de día, últimamente la luz del amanecer no coincidía siempre con los horarios marcados, y encima el repiqueteo de las gotas anunciaban un día mas de lluvia, ya eran tres días consecutivos, en que no paraba de caer agua sobre la ciudad.
Abrió el otro ojo, lo primero que vio en la semioscuridad, fueron los guarismos brillantes del reloj, que aun seguía gimiendo tan alto como sus gastados mecanismos le permitían, marcando las siete A.M., tan domesticado el pobre, tan obediente y tan inútil, como todos los días. Aun recostado, sondeó una vez más su morada, su vista ya no era la misma, y la tenue luz no lo ayudaba, igualmente el conocía cada rincón del lugar, y podía divisarlo todo, solo con ver los contornos iluminados, allá, el baño sin puerta y sin ventanas, un hueco realmente deprimente, el espacio abierto que hacía la veces de cocina, que a su vez era también comedor, la mesa con dos sillas, una de ellas, la de la derecha, inmóvil, ya que nunca era ocupada; a su lado, el roperito pequeño, que intentaba apenas dividir el cuarto en dos, y una silla situada al lado del televisor apagado, en donde descansaba su ropa, inerte, a la espera de volver a ser usada, para tener al menos el privilegio del movimiento.
Era su diario recorrido, una costumbre que había adoptado desde que vivía solo, desde que vendió su casa, que ya le quedaba demasiado grande, y le recordaba inexorablemente a Margarita. Entonces con el dinero que recibió por la venta, tomo aquel habitáculo en un contrato de anticresis, un sistema de arriendo muy común en estos lares, y con el resto decidió vivir lo que le quedara de vida, ya no tenía ni fuerzas ni ganas para trabajar.
Hace ya algunos años, que su biografía se escribía igual, y no pasaba de ser más, que un miserable puñado de automatismos.
Se sentó en la cama con las piernas hacia afuera, tanteo con los pies los viejos zapatos blandos y cómodos, que siempre permanecían allí, prestos a servir, los chancleteó camino a la cocinilla de dos hornillas, la encendió, y llenó la caldera de agua, la puso al fuego, y se dirigió al baño, una vez más se preguntaba mentalmente.
-A quien se le ocurriría hacer un baño sin ventanas.
Manoteó la llave de encendido, y la pálida luz amarillenta inundó el lugar, dándole un aspecto más lúgubre aun. Ahí estaba su detractor, otra vez frente a frente, con las mismas arrugas que él, la misma sombra azulada rubricando al pie de sus ojos, se quitó la camiseta, y notó que aquel hueco que se le había ido formando en el pecho, estaba tal vez un poco más profundo que ayer, tosió como por acto reflejo de la imagen, y se tapó la boca con la mano, sintió la humedad en su palma, el sabia bien que era, allí estaba en su rugosa mano, nuevamente, esa saliva sanguinolenta, se la quitó con un chorro de agua en el lavamanos, y giro la perilla de la ducha, demás está decir que esta no tenia cortina, no le importaba tener que secar el piso, después de bañarse, en fin, tampoco había puerta, y no había nadie de quien ocultar sus impudencias, ni los actos que allí se llevaran a cabo, nunca entendió bien si estos soliloquios sin sentido, los llevaba a cabo para intentar comprender la situación que se le presentaba o para evitar pensar en ciertas cosas, que deliberadamente mantenía en segundo plano. El ducharse era en realidad, uno de los momentos más agradables del jornal. La llovizna tibia recorriendo cada surco en su piel, devolviéndole en cada limosnera gota, el calor que huía con facilidad de su masa corpórea, entregándole de nuevo como migajas de vida la recompensa de enfrentar un nuevo día.
Se encontraba en esos placeres, cuando de repente oyó algo raro, un silbido extraño y penetrante, que trazó el silencio habitual en un lapso infinitesimal,  dejó de sobarse el cuerpo, como intentando concentrarse en el sonido, un segundo después llego el estallido, más bien una estampida, un pequeño terremoto corto pero conciso, instintivamente se agachó, como si aquello que hubiese provocado el estruendo, en esa posición no fuera a alcanzarlo, o tal vez simplemente buscaba estabilidad, ya que las piernas le flaqueaban; permaneció así unos segundos, y desde allí abajo, estiró la mano y cerró el paso de agua, sintiendo como la leve, pero fría brisa que se colaba en el baño, helaba todo su cuerpo, se arrodilló, se abrazó y espero unos minutos, hasta que empezó a tiritar; ¿frio o miedo?, tal vez los dos, reconocía en su fuero interior, la presencia del miedo.
La caldera comenzó a silbar como loca, acoplándose al desconcierto y el desorden que llegaba desde afuera, apenas audibles a través de la pita ensordecedora del agua hirviendo, podían oírse los quejidos, luego los gritos, todos mezclados, gritos de horror, de dolor, gritos que dictaban ordenes, que insultaban, gritos y tiros, si, eran tiros, el sonido del tableteo seco y sordo de un tiro era inconfundible. La intriga pudo más que el miedo, tomó el toallón, se lo colocó a través de la espalda, como si fuera un chal, y salió desnudo y mojado, encaminó temerosamente a la cocinilla, giró la perilla lentamente, como si quisiera apagar un sonido inexistente, la caldera seguía silbando, cada vez más bajo, hasta que por fin se calló, de la misma manera los gritos callejeros fueron decreciendo, los tiros se oían cada vez más lejanos, pasó todo como un malón, caviló un momento, y timorato observó la ventana arriba del lavaplatos que daba a la calle, descorrió la cortinita de tela de mantel, lo menos posible, lo justo para permitirle observar. El paisaje era desolador, habían cuerpos tirados por la calle, en las veredas. Algunos vecinos más osados se atrevían a salir a curiosear, pronto todo era silencio, y le vino una idea inmediata, corrió descalzo y desnudo como estaba, hasta la cama, encendió la televisión, entonces lo confirmó, en todos los departamentos del país, se habían alzado en armas, la tan mentada guerra civil era un hecho. Las imágenes se sucedían en todos los canales, los militares recorrían las calles disparando a destajo, en una cacería de brujas moderna, todos contra todos, la policía se batía contra éstos y éstos contra un grupo de gente, y este grupo contra otro grupo. De pronto el silbido retornó, y en un mismo instante se corto el suministro eléctrico y estalló un nuevo explosivo, regresaron también los disparos, corrió hacia la ventana quería ver con sus propios ojos, ya sea por el curioso morbo tan humano, o por intentar constatar lo que sucedía allá afuera, cuando estuvo a punto de alcanzar su mirador, una bala perdida estallo en el vidrio y siguió su curso destructivo por el cuarto, estampándose en la pared detrás de él. Otra vez el instinto de supervivencia, hizo que se arrojara al suelo, quedó petrificado, boca abajo, no sabía bien que hacer, los ruidos no lo dejaban pensar con claridad, hasta que los golpes en la puerta lo volvieron a la realidad.
- ¡Abran!, ¡por favor abran!- interpelaba la voz, como un extraño grito, pero en voz baja, mientras seguía golpeando el pórtico.
Un segundo después, otro proyectil atravesaba la puerta, la peana que antes dejaba entrar un viso de luz por debajo de la puerta se vio de repente cubierta por el cuerpo de quien estaba intentando entrar.
- Debo llegar a la cama- pensó.
Y a partir de entonces todo fue cediendo, no pretendía abrir la puerta, ni auxiliar a la persona que estuviera allí, siguió cediendo, por que cuando uno pierde el mínimo respeto al valor, luego es fácil dejarse resbalar ladera abajo a lo más profundo de la cobardía.
-Debo llegar a la cama, debo pararme y caminar- hablaba otra vez consigo mismo-  la única diferencia entre los que logran salvarse y los que sucumben en el intento, es que los primeros han sido capaces de dar un paso hacia adelante, como el hombre en la luna. Con un solo paso basta, a fin de cuentas, todo viaje, incluso el más largo, no es sino una sucesión de pequeños pasos.
Discurría en el intento de sobornar su propia cobardía con un discurso de valor engañoso. Intentó pararse, y notó que la fuerza en sus piernas había desaparecido de nuevo,  no dudó un instante, y empezó a reptar, repitiendo una y otra vez, como para darse fuerzas, como para infundir a su cuerpo abatido por el miedo, el deseo de llegar a la meta, el significado de lo que consideraba en ese momento, su salvación.
-Debo llegar a la cama, debo llegar a la cama- repetía, como una letanía o un conjuro.
Se arrastró por el piso inmundo, añorando el débil y urgente refugio de su lecho, o tal vez pretendiendo una vez más convencer a la mismísima realidad, de que todo eso no era real, de que tanto él como todos allá afuera, seguían acostados y dormidos, y de que esto era solo un mal sueño, una pesadilla.
Se cubrió con la frazada hasta la cabeza, para escapar de alguna forma al haz de luz mortecina que se colaba silbando con el viento en el hueco dejado por la bala asesina, escapar del trueno de las bombas, escapar de las cortinas cerradas y polvorientas, que también se dejaban mecer por la corriente de aire álgido que cortaba como el filo de una navaja, las pinceladas que sombreaba los bordes de la cocina, ahora inútil, del baño, ahora lejano. Todo ese desapacible ambiente avinagrado por el tufo de las granadas de gas lacrimógeno, se unían al sonido de los metales y lozas que en ese tris, caían al suelo, víctimas de algún nuevo estrepito, provocando el tañido que sonaba a difuntos, que se fusionaba con los estertóreos gruñidos callejeros, anunciando la llegada de otra horda, con todos sus terrores, sus oscuros visitantes y sus fantasmas, todo era ahora un lugar sitiado por el miedo y el silencio.
Carlos permaneció inmóvil, totalmente cubierto y en silencio, miró de reojo el reloj, que ya había dejado de funcionar por la falta de energía, y cayó en la cuenta de que había perdido la noción del tiempo, que no tenía ni la más remota idea de la hora, se acomodó de nuevo, y se aferró  a la cama, como el navegante novato se aferra a una baranda del barco, para soportar las sacudidas de las olas.
- Aquí me quedaré- se dijo en voz baja- y concibió una idea, que cumpliría pase lo que pase.
Ya no se movería de allí para nada, se mantendría estático en esa cama, mientras no volviera a entrar en al corriente de la vida, todavía podía creer que el miedo, la guerra, los disparos y explosiones, formaban parte de aquel mismo sueño no concluido, de aquella pesadilla que ya antes se empeñó en inventar, así es que definitivamente ahí se quedaría, en fin, cuánto tiempo más podía durar todo eso, no más de unas horas, no más de un día.
Dormía intermitentemente, se despertaba, dormitaba, dormía, y así permanecía alimentando y recomenzando aquel odioso ciclo una y otra vez, así transcurrieron las horas, el tiempo se quemaba como los cartuchos de municiones en las calles, asesinando una tras otra, a las horas que fueron cayendo, dando paso a la noche. Asomó la cabeza fuera de la manta, y lo comprobó, ya no había luz, ni adentro, en la pieza, ni en la calle.
-Ya es de noche- acabó de discernir, y se durmió pensando- mañana será otro día.
Pero volvía a despertar, repetidamente, ya fuera por los disparos, o los gritos, o por la tos trepidante que por momentos lo asfixiaba, o bien lo ahogaba con un hilo de sangre en la garganta, hasta por momentos creyó oír pasos en el techo, golpes en las paredes, en realidad ya nada lo sorprendía, ni lo que realmente sucediera, ni lo que su confundida mente era capaz de crear.
En uno de sus tantos despertares, sintió hambre, y recordó que no había comido nada, ni siquiera había tomado agua, y también le vino un acceso de sed muy profunda, y calculó mentalmente cuanto tiempo llevaba sin ir al baño, se le hizo un nudo en la garganta, estaba tan reseca, que hasta le costaba tragar el espumarajo que se le formaba en la boca pastosa.
La sed, esa aridez estaba desecándolo de a poco, primero el gaznate, y  ahora ese vacío en el estómago.
En tal caso, se propuso urdir un plan, no le quedaba otra opción. Sus ojos ya estaban acostumbrados a la oscuridad, los reforzaría entonces con esa habilidad que más que memoria, era un hábito, que de tanto llevarlo a la práctica, lo tenía perfectamente aprendido, solo debía repetirlo, debía reconstruir mentalmente los enseres de su hogar, elaborando un dibujo básico del dormitorio. En esa tensa calma que la noche le prestaba, podría abandonar su refugio, sin dejar la huella de su ausencia, solo la frialdad del cobijo lo notaría, necesitaba tan solo un minuto, nada más, correría al lavabo, puesto en la entrada del baño, giraría la llave de paso del agua, y bebería el liquido directamente del grifo, lo haría agachado, tendrían que ser pasos cortos y rápidos.
-Espero no tropezar en el camino, estas cosas siempre suelen suceder en estos casos- pensaba atolondrándose de palabras y razonamientos- diez pasos, a los sumo quince, no, no, pasos cortos, deben ser unos treinta tal vez- susurraba mientras se quitaba lentamente de encima la colcha- de regreso intentaré recoger algo de ropa, debe estar aun la que dejé sobre la silla.
Calculaba todo minuciosamente, todo en voz baja, en murmullos apenas audibles, como para evitar que la oscuridad lo oyera y desbaratara sus proyectos.
Cerró el puño, como si iría a asestar un golpe, movió el pie izquierdo lentamente, se asombró al descubrir que las piernas le pesaban como bloques de cemento, imprimió un poco mas de fuerza, y lo movió unos insuficientes centímetros, se atribuló, el miedo le trepó pataleando por el abdomen,  giró como pudo el tronco en una media vuelta, escondiendo su rostro avergonzado al espacio tácito en donde se encontraban el baño y la cocina, tomó la frazada con una mano, y se tapó hasta la coronilla.
-Cagón- se recriminó.
Ni una palabra más, ni un pensamiento optimista que le infundiera valor o por lo menos consuelo. Hasta su otro yo interior, el que enfrenta a uno mismo en estas situaciones, lo había abandonado. Conteniendo la rabia, sintió una lagrima rodar por el rabillo del ojo, los cerró con fuerzas, oprimiéndola, obligándola a salir, y la dejó caer a la sábana. Luego cuando estuvo un poco más calmado, se durmió.
El repiqueteo de las armas, lo despertaron con un fuerte sobresalto, esta vez sonaron como si hubieran sido disparadas adentro del cuarto, hasta pudo oír claramente como chocaban en las paredes internas.
-Seguro fue en la puerta-pensó- y se destapó hasta debajo de la nariz.
Se quedó oteando unos segundos al vacío, en dirección a la puerta; no habían haces de luz; o bien los disparos no habían sucedido allí, o tal vez era de noche, giró un poco la cabeza, orientándola hacia la zona de la ventana.
-Ah… era eso, es de noche- masculló serenamente. Y dejo caer la cabeza sobre la almohada, acechando con la mirada perdida al techo, a ese espacio sideral que antes culminaba en el cielorraso, y hoy simplemente era esa oquedad infinita.
-A las armas las carga el diablo- se dijo- y si el diablo anda ocupado, siempre habrá algún milico u otro infeliz que lo haga por él.
Volvió a acurrucarse y a dormir, era la mejor manera de fugarse de la realidad, de evadir  todas esas necesidades que sin darse cuenta fue eliminando metódicamente. Solo se mantenía con la idea fija de cumplir a rajatablas su cometido, su promesa de no moverse de allí. Y pasó otro día, y tal cual las necesidades físicas, fue también eliminando los restos del tiempo transcurrido, sea de noche, tarde o mañana, fue envolviéndose más en la confusión de los intervalos que componían cada ciclo del día, solo se guiaba por la luz que entraba al cuarto, y esta normalmente lo burlaba, por las inclemencias del clima, como permanecía continuamente nublado, daba la sensación de que oscurecía, o amanecía, entonces prefería volver a amodorrarse, a adormecerse, despojando así a su organismo de la sed, quitándose del vientre y la cabeza el hambre, y a su misma vida, despojándola del alma.
La lluvia, no cesaba un tracto de espacio mayor a los gritos, lamentos y corridas, nunca un periodo más largo que el que separaba a una detonación de una salva. El agua empezó a filtrarse y la humedad dibujaba humildes gotitas, que se unían y chorreaban caprichosamente por las gélidas paredes, en algunos lugares, ya se habían formado diminutos charquitos sobre el piso.
Los espasmos se hacían cada vez más espinosos, la tos parecía arrancarle pedazos de garganta, y las expectoraciones ensuciaban las sabanas, delineando lamparones carmesí, que regaban todo el lienzo, como si un artista estuviera  bosquejando un ciclamor en flor.
Se acurrucó, casi en estado fetal, bajo la colcha rociada por el relente incesante, su cuerpo desnudo advertía la presencia del agua ahora a flor de piel. Bajó unos centímetros el cobertor, apenas dejando libre los ojos, lo hacía en un trance netamente involuntario, para escrutar la luz que ingresaba del exterior, para verificar si era de día o de noche, para controlar el tiempo, para cerciorarse de que aun seguía lloviendo, o adivinar la hora sin la ayuda del trasnochado reloj, ahora senil; como si tuviera que cumplir algún horario, como si tuviera a donde ir.
Sin más que hacer volvió a cubrirse completamente, y se encontró a si mismo proyectando en la ceguera que le concedía su escudo, una página de aquel viejo tratado del Talmud, una recopilación de leyes de los judíos, específicamente en la del Babá Bathrá, la que se ajustaba a los derechos de propiedad, aquel párrafo decía algo así:
“Diez cosas fuertes han sido creadas en el mundo, una montaña es solida, pero el acero puede quebrarla, el acero es duro, pero el fuego puede fundirlo, el fuego es intenso, pero el agua puede extinguirlo, el agua es una gran fuerza, pero las nubes pueden arrastrarla, las nubes son poderosas, pero el viento puede despejarlas, el viento es fuerte, pero el cuerpo puede soportarlo, el cuerpo es vigoroso, pero el terror puede abatirlo, el terror es persistente, pero el vino puede neutralizarlo… y la muerte, la muerte es más fuerte que todo lo demás”.

-Sabios, malditos judíos sabios- murmuró.
Y dicho esto, en un rincón del cuarto la vio, no, no estaba loco, no era una treta de su imaginación, ella estaba ahí, con su cráneo blanco y encapuchado, el ángel oscuro de la guadaña enorme.
-Dios mío ¡existe!- y se apegó al espaldar de la cama- es tal cual la describen, llegó la muerte y esta vez viene por mí.
Siempre tuvo mucho temor a morir, pero no al acto de desaparecer, no era apego a la vida, que bastantes miserias le proporcionaba. Era miedo al dolor, a la forma en la que fuera a morir, el había visto tanto sufrimiento y tortura en las personas antes de fallecer, especialmente en su adorada cónyugue que realmente ese calvario era el que lo sumía en la aflicción. Pero algo le sorprendió en ese momento, hasta sus constantes dolores habían desaparecido, esta vez no sentía dolor alguno, esto le inyectó una sensación de resignación, y por qué no, también de valor.
-Y bien, aquí estoy- dijo en voz alta, mientras miraba la cara descarnada y los cuencos negros, donde debían estar los ojos de ese ser de inframundo, su sumergió por un instante en las aguas profundas y oscuras, de esa mirada vacía pero tenebrosa; cuando volvió a la superficie, ella se despedía, dándole la espalda y moviendo los dedos de su mano huesuda, por encima del hombro. Otra vez el sopor, otra vez se hundía en la nebulosidad acuosa de la negrura, y pudo experimentar aun consciente, que la respiración le fallaba; inhalaciones cortas, expiraciones discontinuas, le faltaba el aire.
-No se estaba despidiendo- pensó - me estaba llamando.
La respiración cesó por completo, en un último aliento; un segundo… dos…tres; tanteó el escabroso final, y cuando se disponía a abandonarse a la caída, volvió. Saltó sobre la cama, tosió con más fuerzas que antes, y en el ojo del remolino enmarañado que se formaba, intentó ordenar las ideas; no podía dejar de toser. Se lanzó de bruces contra la almohada, adosando una mancha mas a la mancillada blancura de la funda; entonces cesaron los carraspeos y recién comprendió lo que sucedía. Todo había sido un sueño.
-¡Mierda! Fue tan real- maldijo, mientras daba enormes bocanadas de aire húmido, como si estuviera saliendo del agua, después de haber soportado durante una eternidad la respiración.
-Lo tomaré como una premonición- razonó -aun no me toca.
Y se afianzó a la interpretación que le había dado a esa visión, creyéndola real, permitiéndose creer que su decisión era la correcta, como un hombre al borde de un precipicio, que en vez de retroceder, le ruega a Dios que no lo deje caer y sigue avanzando.
Y se volvió a dormir, cada vez lo hacía con más frecuencia, hasta la guerra allá afuera le resultaba extrínseca; solo la tos, ella tenía el poder de despabilarlo, ella fue la que lo obligó a abrir los ojos aquel día.
-Un nuevo día- dijo en voz baja, viendo por la cortina raída, la claridad inminente de lo que el supuso; era un amanecer. Y sintió frio, mucho frio, las lluvias sumadas a las ventiscas y la baja temperatura, no daban tregua, tampoco daba tregua la humedad, que se le tornaba insoportable, calándole los huesos, a modo de dientes caninos afilados que los roían. Y ahora se adosaba ese zumbido agudo en el tórax, cada vez que despertaba notaba más complejo, el arte de respirar.
Era una suma completa, la frazada prácticamente mojada, con la que llevaba cubriendo su cuerpo cuatro días, la falta de alimento y agua, los años que ahora se abalanzaban estrepitosamente encima de su humanidad, restándole las fuerzas, la tuberculosis, la pulmonía, que sin la ingesta de medicamentos, habían empeorado meteóricamente, y por supuesto la respiración que ya no era más que un resuello sonoro, si, era un arte, era el arte de respirar, pues la tos y la sangre se lo impedían continuamente, ya no le importaba ni el hambre, ni el frio, ni la sed, ni el entumecimiento del cuerpo, no, ahora tenía concentrada todas sus fuerzas, simplemente en el acto de jadear, proporcionándole algo de aire a los pulmones.
Respirar, ese suceso se argumentaba fácilmente, era simple, si era una cuestión de primera necesidad, seguir y vivir, sin mirar atrás, sin participar en nada, solo respirar. Se esforzaba por hacerlo con normalidad, despacio, para que la tos no surgiera nuevamente desde sus entrañas, que ya le dolían de tanto forzar las expulsiones.
A pesar de que aun entraba algo de luz, igual intento dormir, no tenía nada mejor que hacer, y en sus divagaciones pre oníricas, se vio asaltado por una imagen lejana, era en el año 2001, o tal vez 2002, no lo recordaba con certeza, era la entrega de los premios Oscar de la Academia de Cine de los Estados Unidos, en realidad no es que esta premiación le llamara la atención, ya que no es más que un premio a la suma de dinero con la que se cuente a la hora de llevar a cabo la producción, y no a la capacidad intelectual o artística de las personas. Sin embargo recordaba aquella vez con precisión, solo porque su finada esposa Margarita, lo había llamado a gritos, para que viera a una pequeña niñita de pelo dorado y ojos azules como un cielo sin nubes, y con un nombre muy particular, Dakota. Ella se prestaba a recibir un premio, no tendría más de seis o siete años, su corta estatura, no le permitía siquiera llegar a la altura del micrófono en el estrado, por lo que tuvo que ser levantada en andas por otro actor, que hacía las veces de conductor en la entrega, dijo muchas cosas, fue un discurso realmente extenso, que provocaba risas en todo el salón, y a ellos dos también, pero de todo lo que dijo aquella infanta, había algo que se le había quedado guardado como un tesoro, como una lección; y ese dia salía a la luz. Luego de agradecer amablemente el premio, se dirigió a los actores que formaban parte de la Academia y a sus padres, y les dijo:
-Gracias, a todos ustedes, gracias, han cumplido mi sueño, siempre he querido ser actriz, desde que era una niña.
Para ella ya había transcurrido toda una vida, a su corta edad, como esa especie de mariposa que espera pacientemente desde que es una oruga, e inmóvil crisálida, para salir un día a lucir su mejor traje, orgullosa de lo que es, y pasa la jornada libando flores, y poniendo huevos, que darán lugar a nuevas vidas, para así cumplir su corta existencia al final  del día, y morir orgullosa no solo de su belleza, si no de haber cumplido su misión, su tarea en la vida.
Contuvo la tos, que intentaba trepar el pecho, y ganarse un lugar en el gañote, hizo su mayor esfuerzo, pero le fue imposible,  la boca se le inundó de sangre, era un chorro realmente grande, que escapó de su boca como una regurgitación.
Aprovechó ese momento de paz, no había ruidos, ni tos, no había nada más que él y el silencio, él y su soledad, y vio pasar uno tras otro, distintos pasajes de su vida, los momentos felices y algunos no tanto, pero era una vida. Una vida que él cobardemente había postrado en esa cama, una vida sin vivirla, sin oxigeno ni sangre sana, un minúsculo universo insoportable en blanco y negro, atestado de miedo y desesperanza.
Sintió que el pecho le hervía, que debía rebelarse a su antigua decisión, intentó concentrar toda su energía en mover los pies, en intentar bajarlos al suelo, pero ya no era dueño de sus actos, ya ni las manos respondían a su auxilio, estaba muerto en vida, su viejo cuerpo, había sido abandonado hasta por el mas mínimo resquicio de voluntad, de fuerza propia. Si, ya era muy tarde para intentar levantarse e intentó un discurso, que le salió en un balbuceo, casi sordo, pero que él entendía.
-La única diferencia entre los que se salvan y los que claudican en el intento, era que los segundos, habían dado un mal paso, como Adán y Eva. Si, solo bastaba con uno. El camino al infierno está condicionado a esos pequeños tropezones- dijo esto y pensó- ya no me queda más que esperar, tal vez alguien venga por mí.
Un momento después caía vencido por el sueño. 
Era de día, seguramente las primeras horas de la mañana, un oficial del ejército, cansado de tocar y vociferar, ordenando que abrieran, pateó la puerta haciéndola batir de un tajo, contra la pared, saltó la cerradura, y un hedor nauseabundo lo abofeteó.
-Carajo, que asco- bramó, mientras retrocedía trastabillando- Ustedes dos, vengan acá- su voz rompía el aire como si fuera de cristal.
Llegaron a él dos sudorosos soldados rasos, todos mugrientos y con fusil en mano, recibieron la orden, y entraron cubriéndose la nariz con el pliegue del codo. Al salir le dieron el parte a su superior.
-Hay un hombre muerto señor, esta sin ropa, y parece que esta pudriéndose.
Habían pasado ya varios días desde que Don Carlos había dejado de respirar, y otros tantos desde que esa estúpida guerra civil había finalizado.

Si, por fin la guerra  había detenido su marcha nefasta, solo la guerra, el odio seguía, y ahora había más rencor comiendo los corazones. Pero era momento de parar, de llorar los muertos, de buscar los desaparecidos, había muchas cosas por las cuales preocuparse ahora, solo por ahora.

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